2 de agosto de 2006
Ya que me meto, me meto

En la vida hay que ser echado para adelante y hacer las cosas como es de ley. Mi abuela decía que de los cobardes no se ha escrito nada. Voy a escribir entonces la historia de un viejo amigo, de esos valientes. Su nombre: Andrés Yaquememeto.

Andrés vivía con su madre en uno de esos pisos señoriales de la Glorieta de Bilbao, en Madrid. Su padre estaba en su Burgos natal, divorciado desde hacía 20 años. Tenía una novia y una licenciatura en ADE.

Su novia y él se llevaban muy bien. Tomaban cervecitas en el Café Comercial, salían los viernes por Malasaña, hacían excursiones a Ávila o Burgos en su Citroen Xsara. Él trabajaba en una empresa de alquiler de coches, cerca de Barajas, y ella vendía teléfonos móviles en una tienda. Llevaban juntos siete años.

Conforme se acercaban a los 30 años, iban hablando de irse a vivir juntos. Hasta que un día dieron el salto. Los dos sueldecitos sumados daban la cifra de 1.742 euros. No estaba mal. Otros estaban peor.

Pero Andrés, buen inversionista, no quería irse de mala manera, con alquileres y demás chapuzas. Un economista como él debía jugar sus cartas bien. Estuvo visitando algunas inmobiliarias y no sabía si decidirse por un zulito en Moratalaz o un adosado de los buenos en San Sebastián de los Reyes. El zulito valía 180.000 y el adosado 320.000.

Andrés, con dos cojones, se dijo: "ya que me meto, me meto". Y se metieron los dos.

En pocos meses, estaban ya casados por el juzgado y con un convite modesto en un restaurante que pagaron los padres de ella. Pagaban 1.100 euros de hipoteca y no les convenía derrochar.

Pasaron varios meses de relativa tranquilidad. Era como cuando salían juntos, pero las 24 horas del día. Además, había que repartirse las tareas de lavar la ropa, pasar la aspiradora, planchar y cocinar. Andrés era hombre moderno y ayudaba lo que podía. Pero su novia era aún más moderna y fabricó una especie de tabla con la división de tareas según los días, y la pegó a la nevera.

Según el Euribor los iba poco a poco estrangulando, a Andrés comenzó a llegarle el estrés. En su trabajo las cosas no iban bien, los que antes alquilaban coches ahora cogían el metro. Tenía los balances en unas tablas de Excel y la empresa no tiraba. Salía más dinero del que entraba. El gerente decidió quitarse a dos empleados de encima. Uno de ellos era otro licenciado en ADE, que cobraba un poco más que Andrés.

La situación no era nada buena, con todo aquel embolado del adosado a sus espaldas. Poco a poco, su carácter se fue avinagrando. Su mujer trabajaba menos horas que él, pero luego venía con la tablita aquella de la nevera. Las discusiones se fueron haciendo frecuentes. Aquella gatita dulce que tomaba los cubatitas en Malasaña era ahora un miura encastado con una voz que le taladraba los tímpanos.

Luego vinieron las sinceridades: a ti te huele el aliento, tú en la cama eres una patata hervida, esto no es lo que me prometiste.

Pasaron varios meses. La situación de Andrés no cambiaba, siempre con la soga al cuello. Aquella empresa se iba al agua, eso lo tenía claro. En casa comenzó a ceder ante las discusiones, su mujer lo iba domesticando poco a poco. Pensó que tal vez eso salvara el matrimonio.

Pronto se dio cuenta de que necesitaba otro trabajo. Tenía ya experiencia como director de ventas y tal vez encontrase algo.

En sólo cinco semanas, lo encontró. Pidió un día libre para ir a la entrevista de trabajo. Estuvo allí y le hicieron varias preguntas muy fáciles, la cosa fue sobre ruedas, le ofrecieron quinientos euros más de sueldo e incorporación inmediata.

Por fin había salido del atolladero. La cosa marchaba. Ahora se relajarían los ánimos. Tenía el resto del día libre y corrió a media mañana a casa a contárselo a su mujer. Antes pasó por una joyería y compró un pequeño collar.

Con tanto ajetreo, había olvidado contarle que tenía una entrevista de trabajo. Ahora se enteraría de la hazaña. Ella trabajaba por la tarde y solía estar viendo la tele a esa hora.

Entró en casa y no la encontró. Estaría durmiendo. Decidió ir a despertarla con la buena noticia: otro trabajo, otro sueldo, un futuro mejor, con dos cojones.

Pero los dos cojones eran los de un tío pegando metejones encima de su mujer. Aquello parecía una película porno de las viejas. El tío se levantó y se vistió, sin tampoco mucha prisa, y luego se marchó sin despedirse. Su mujer lo miraba con rencor. Andrés se acordó de que llevaba meses sin tener una erección, y que ella sólo se había quejado al principio.

Tuvieron una amarga conversación. Ella lloraba y decía que lo quería, que no sabía cómo había llegado todo hasta allí, que el tío aquel la sedujo, que actuó sin pensar, que estaba avergonzada.

Andrés intentó perdonar. Comenzó en su nuevo trabajo con la cabeza gacha, sosteniendo la cornamenta. A veces conseguía olvidarse de los problemas, otras veces lo asaltaban en los momentos malos. Su impotencia era ya un hecho, aunque no se decidía a ir al médico. Su mujer no hablaba nada de sexo, aunque se mostraba más amable. La hojita de la nevera por fin desapareció. Andrés no sabía si seguía viéndose con el tío aquel o no.

Pronto la chica empezó a darle asco. Aquel coño lleno del esperma de otro, aquella boca con la saliva del otro, aquel cerebrito que deseaba la polla del otro, todo le causaba repugnancia.

El matrimonio estaba roto. Lo tenía claro: él no era un joven directivo recién casado en un bonito adosado, era un divorciado impotente y lleno de deudas. ¿Cómo había girado tan rápido la tortilla? No tenía ni idea.

Dejó pasar un par de meses, pero la situación no mejoraba. Estaban a las puertas del verano y todo seguía igual. Estaba seguro de que su mujer seguía viéndose con el tío aquel en otra parte. Quería divorciarse. Habló con ella y volvieron las lágrimas, seguidas de un par de arranques de rabia. Ella quería seguir, prometía ser fiel. Vinieron luego las sinceridades: ¿cómo quieres que sea feliz si tú no funcionas en la cama? ¿Cómo quieres salvar un matrimonio follando a escondidas con cualquiera?

Aquella vida feliz de casado que Andrés imaginó se había convertido en una mierda de gritos, mentiras y rapiña. Sabía que ella lo que quería era el adosado. Forzó la situación para vender y repartir los beneficios, pero ella se negaba. Quiso entonces pedir la separación por infidelidad. Lo que se encontró al día siguiente fue una denuncia por malos tratos.

La policía lo esperaba en casa, lo acompañaron mientras recogía su ropa y lo escoltaron luego hasta el piso de su madre. Allí terminaba su carrera de hombre echado para adelante. Había sido como una contrarreloj de la Vuelta a España: de la Glorieta de Bilbao a la Glorieta de Bilbao. Se fue ligero de equipaje y volvió con un trofeo de caza: los cuernos de un búfalo africano.

No hace falta que me alargue más. Lo siguiente que pasó ya lo podéis suponer: el juez desestimó la demanda por malos tratos, pero permitió a su mujer seguir viviendo sola en el adosado. Andrés tendría que pagar la hipoteca todos los meses, pero en su empresa aceptaron pagarle en B, con lo que su ex mujer se vio pronto con el agua al cuello y propuso vender. Andrés aceptó y ella se quedó con un buen pellizco, del que Andrés no vio nada.

Luego creo que su empresa le ofreció un puesto mejor en Alemania y se marchó. Ya no he vuelto a saber de él.

16:44:00 ---------------------



© A. Noguera